sábado, 5 de julio de 2014


Un ruido en la cocina. Me aproximo con mis pies descalzos, deslizándome sobre el parqué con unas ojeras hundidas hasta planta baja. Me aproximo a oscuras porque, incluso a pesar del miedo infantil que a veces recobro hacia el negro vacío, sigue dándome cierto placer, cierta comodidad. Cuando llego a la cocina lo único que puedo ver es la sarta de gotas, brillantes en contraste a la penumbra, cayendo de forma tan simétrica y pausada. Hace bastante tiempo que, te lo juro, no me estaban pasando estas cosas. 
Estaba en un período de oro, en el que no me percataba de algo tan banal como el ruido de un goteo. Parecía que, al fin, me estaba dejando de preocupar por circunstancias tan reales y tan cotidianas como tal sonido. Sin embargo, esta vez no pude evitarlo. Me exasperó saber que mi vida se haya resumido a que en esa noche, en esa noche tan solitaria como muchas, lo que más me preocupó fue escuchar unas gotas de agua que no me dejaban dormir. 
Ahora mismo sigo en la cocina, sigo mirando cómo caen, y me gustaría desafiarme a mí misma, esperando que caigan con algún ritmo diferente. No sé cuánto tiempo pasó desde que estoy acá plantada, pero sé que pasó mucho tiempo desde que empecé a trazar este pensamiento en mi mente hasta ahora. Es curioso que a veces me defino a mí misma como una persona abierta, cuando algo tan mundano me atrapa. Qué mundano tenerle miedo a lo mundano ¿no?

No hay comentarios:

Publicar un comentario