Se sentó en la mesa. Se deslizó de manera de hacerle notar al resto que quería esquivar su propia presencia. Quería hacerles notar lo poco notable que era. Quería quedarse callada para evitar el comentario ignorado, la sonrisa desganada, las miradas perdidas.
Hacía un viaje astral en la comida; se imaginaba cómo sería todo si la cena hubiese sido aún más temprano, con un atardecer rosado y con un silencio confortable, de esos que son difíciles de conseguir sobre la superficie terrestre.
Los insultos eran evidentes, sólo faltaba reproducirlos. Sus labios sellados por la culpa y sus ojos vidriosos la dejaban sobreexpuesta, desnuda. Se caracterizaba por aturdir con el silencio.
El desorden se hizo evidente: es increíble cómo la gente tiende a manipular el ambiente, según la situación. A veces el individuo procede dramatizando, victimizándose, culpándose en exceso, echándoles a sus seres más cercanos y queridos toda la basura para que ellos la recojan con las manos en alto. A veces el individuo procede atenuando lo insoportable que es el sentido de su existencia trivializando, acariciando la herida, cubriendo con un manto fino durante una nevada, regalando un barrilete en un día de tormenta.
Todo desemboca en la confusión; nos compenetramos en una selva oscura donde cada uno sigue a su ley y hace lo que le plazca (está tan, tan oscura que no podemos ver la lágrima del otro). La oscuridad se expande y hasta asfixia, deja sin aliento y el miedo llega con más agilidad al fondo del alma, homogeneizando el ambiente turbio... ya ni valen esas miradas al vacío que dicen tanto. La frustración se propaga y sólo genera manos temblorosas, lágrimas frías y figuras a lo lejos encorvadas, hasta que salta una pequeña entidad que brilla y dice:
"Basta".