domingo, 23 de febrero de 2014

Semáforo en amarillo

Odio tomar taxis. Son caros, y en general tengo la mala suerte de que me toca con los peores tacheros. Los que se enojan porque “les di billete grande” cuando me salió 35 pesos y les doy un billete de cincuenta, los que te miran de arriba a abajo antes de que (no) me suba como si se olvidaran que tienen la misma edad que mi viejo, los que se hacen los idiotas dando mil vueltas para que el numerito en verde siga creciendo.

Sin embargo, estos días pareciera que mi vida y mi resistencia mental se transformaron en una sátira. En vez de llorar con la frente en alto estas últimas semanas me dediqué al mejor de los deportes: el desplazamiento. En vez de lo anterior, agacho la cabeza al nivel de estar algo contracturada y en vez de llorar muestro alergias, náuseas y migrañas (sí, especialmente alergias). Estos días me dediqué a simplemente estar mal, y este desplazamiento fue tan grave que llegó a transformarse en algo de mi accionar: tuve que desplazarme con un taxi.

¿Saben cuál es uno de los peores momentos de andar en taxi? Estar con un completo desconocido y que el semáforo pare en rojo. Recuerdo que quería llegar rápido, que necesitaba llegar a ese lugar de forma rápida y segura, y lo único que podía pasar por mi mente era que el semáforo estaba en rojo, y que tenía que tranquilizarme y esperar (y no, no es lo mismo que en un adorable y sucio colectivo). ¿Saben qué es realmente lo peor? El semáforo en amarillo. Ese instante en el que se genera ese color tan claro y a su vez tenso que no me deja pensar con sutileza. Necesitaba llegar, necesitaba hacer que esto acabe, y sin embargo estaba ahí, petrificada, en el instante infinito del semáforo amarillo. Lo único que podía hacer era respirar, tranquilizarme y esperar.
Hace poco lo soñé. Soñé que estaba perdida en un lugar que se parecía a Tandil. Estaba en el medio de la nada y apareció un taxi. Instintivamente, me subí, y el tachero se giró y me miró a los ojos. Sabía que podía confiar en este señor, y le dije que me lleve al lugar más cercano y lindo que encuentre, que con eso iba a estar bien. Confié, esperé y, ¿saben qué? Era una ruta, no había semáforos. Nos deslizábamos por la noche en la tranquilidad, y simplemente llegaba a ese lugar tan deseado. Sin implotar. Sin exasperantes microsegundos. Sin alergias.

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