domingo, 2 de febrero de 2014

El último andén


22.29. Estaba sentado en el asiento más alejado del andén. El olor a la madera vieja, a la mugre del subte, a los perfumes de la gente apurada, eran olores que comúnmente a él lo embriagaban. Sin embargo este era su final, y como todo final, ya no importaban esos pequeños detalles. 
Era la última vez que pisaba ese viejo piso, donde muchos zapatos lustraron, seguramente, alguna historia semejante a la suya, pero él no lo sabía. Quizá por la esperanza, quizá por atolondramiento. Notó los pasos de ella. Los pasos de aquella mujer que tanto había amado, y que seguía amando. 
Un recuerdo pasó fugaz por su mente, sólo un instante. Recordó las piernas entrelazadas con las suyas, sus dientes blancos desnudos sólo para él. Recordó su brazo perdiendo la circulación por abrazarla mientras dormía, recordó cómo sus deditos caminaban por un largo paisaje lleno de montañas y depresiones. Sí, de estas últimas hubo muchas. Todo esto, y muchas cosas más, vinieron a la mente del hombrecito solitario en el último andén. Y ella estaba ahí.
Giró su cabeza hacia la derecha, pero se percató que todos sus sentidos habían fallado: ella no estaba. ¿Dónde se había metido? Lo único que faltaba, es que ese malestar se alargue por más tiempo.
Sorprendentemente, esta vez fue perspicaz. La mujer estaba del otro lado, en el otro andén. Su cuerpo, estampado en la atmósfera, daba sensación de ser una silueta intocable, imperturbable. Allí estaba ella, con las piernas como dos anclas clavadas al pavimento, con los dientes cubiertos por su boca sellada. Fue un instante, (tic tac) y vio el infinito. Pero ese instante se terminó, y despegó sus labios.
La mujer vocalizó: "¿Viste? Y pensabas que iba a estar de ese lado". (Tic tac) Aparecieron los subtes (tic tac) y de nuevo vocalizó "Subite". Los subtes se cruzaron, y por otro instante, dudó si a esa estampilla tan valiosa, si a ese holograma, si a ese fantasma, lo había atropellado el vagón de su lado. Supuso que la mente maquina muy rápido a la hora de resentirse con ella. Sin embargo, él le hizo caso y se subió a su vagón a quién sabe dónde. Sólo sabía que su tren partía hacia el Sur y que el de ella hacia el Norte. 
Se resignó, pero creyó que entendió. Esos vagones nunca más iban a compartir esa estación, ellos no iban a compartir ni un pedazo de chatarra sobre dos vías. Y todos los días, los meses, los años, se le hacían diminutos cuando miraba hacia atrás por la ventanilla. Después, oscuridad. Miedo. Pero en algún momento, iba a llegar a otra estación. Más al Sur, pero otra estación al fin y al cabo.
22.30.

[Inspirada humildemente en "El Sur" de Jorge Luis Borges]

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